Río Huallaga
Qué hermosos y apacibles pueden llegar a ser algunos lugares. El agua cristalina, casi transparente y deliciosa sacia mi sed, me tranquiliza por fin. Las montañas de cumbres nevadas de las que proviene esta deliciosa agua, que me recompensa, llenan esta enorme piscina natural, paraíso de pecadores como yo. Algunas chozas abandonadas a lo lejos carecen de los testigos que podrían juzgar mi abominable acto, execrable para cualquiera que no comprenda mis motivos porque estoy seguro que incluso Dios me daría la razón y si la gente llegara a comprenderme indudablemente se levantaría pronto un monumento de oro macizo en aquella plazuela abandonada. Lamentablemente eso no pasara jamás. No hay testigos y si los hubiera de inmediato me ajusticiarían y me arrojarían en las profundidades de estas aguas rodeadas de las hermosas tierras florestas que forman los bosques habitados solo por pájaros, lobos y venados mudos testigos de mi heroicidad. La cercana plazuela, huérfana de monumento, rodeada por la iglesia, el ayuntamiento y la casa del gobernador, Dios, el rey y el pueblo está desolada pues los aldeanos que la visitaban a diario han desaparecido. Ahora, a orillas esta laguna olvidada sólo me encuentro yo utilizando sus inmaculadas aguas para mancillarlas tiñéndolas del rojo más venenoso, el rojo del infierno de los marginados que se inmolaron por una causa incorrecta, el rojo de los que se equivocaron como yo. Las aguas cristalinas en su superficie pierden su inocencia al ocultar mi pecado en la oscuridad de sus profundidades envenenando con su maldita putrefacción toda su pureza. El silencio del panorama es peor que el ruido más ensordecedor porque en mi situación el desgraciado zumbido del silencio es el que me hace reflexionar y maldecir este error que me marcará no solo de por vida sino también en las tinieblas. La noche no está lejos y el hermoso y apacible lugar ahora parece más un pantano, la linda plazuela abandonada me petrifica y los ruidos de los animales, únicos vecinos, sumados a la tormenta que acaba de empezar me aterran más que el desgraciado silencio que antes maldecía. Me acerco al agua y al volver a probarla está tan fría que me hace temblar y llorar por mi delito, ya no es cristalina sino negra como mi conciencia, oscura como mi alma. Busco refugio con la mirada y distingo en la lobreguez las siluetas de muchos hombres que gritan y vienen hacia mí con antorchas, cual energúmenos, desde las chozas que antes creía abandonadas. Pienso en el bosque como única alternativa y no veo más que los ojos brillantes de los lobos que ladran y rujen empeorando el ruido generado por la tormenta y aturdiéndome. Solo me queda una opción y pese a que tirito de frio y de miedo estoy decidido. Resuelto a hundirme con mi pecado antes que pagar a la justicia más injusta e incomprensiva, me zambullo en esta oscura y gélida prisión, piscina mancillada por mi pecado.
Alberto Balladares De La Piniella
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